Sylvia Plath conoció a Ted
Hughes en una reunión que él y su grupo de amigos poetas organizaban
luego de la publicación de St. Botolph's Review. Ella, delgada, hermosa,
se les acercó para conocerlos. Era febrero de 1956 y cuatro meses
después, en una furtiva boda en la cual solo hubo una invitada, Plath y
Hughes estaban casados.
Luego de aquel otro febrero en que
la atormentada Plath se desvaneció a voluntad propia en una nube de
gas; luego de que Hughes —desgraciado esposo— tuviera que encargarse de
todo aquella basta poética de la derrota y la canción putesca para
convertirla en la sentencia del premio Pulitzer; luego de que su acto de
muerte se convirtiera en todo lo contrario y su enterrada figura se
levantara sobre los brazos de miles de “poetisas” resignadas; luego de
todo eso, Silvia estaba más viva que nunca; y Ted, el joven poeta nacido
en Yorkshire, que había conseguido reconocimiento con sus primeros
textos, que había paseado su altura por la universidad de Cambridge como
uno de los nuevos baluartes de la época, como un renovador de la
antigua poesía inglesa, ese Ted Hughes repitió uno tras otros sus pasos
detrás de la muerte. Ya no fue ex-marido, sino la “Beté Noire” que
arrinconó a Sylvia hacia la desesperación y el suicidio, el que la
traicionó y la dejó abandonada en la vieja casa del condado de Devon,
varada en el medio de la impotencia y la rabia. La crítica, en especial
la feminista, se ensaño tanto con él que pronto su obra quedó relegada a
un segundo plano, en silencio, como la propia actitud de Hughes ante la
prensa, un silencio de muerte, un silencio que tenía como fondo la
propia poesía de Sylvia.
Y en ese estado de cosas, en las cuales
nadie sabe quien está vivo o quien está muerto las ofrendas se hacen
necesarias y son como capillas ardientes sobre la mesa donde el té
reposa para nunca más ser bebido. Y la ofrenda de Ted fue la más justa, a
él se le escapo de las manos Birthdays Letters, el último, el
principal, el poemario que todos esperaban no sólo para saber un poco
más de la mañoseada vida de Sylvia, sino también para saber qué tenía
oculto Hughes en el silencio. Y es cierto, este poemario, aparecido en
otoño de 1998, fue su último acto de silencio, la crepitación de su
muerte.
Aquí en Birthdays Letters el poeta es mayor, su palabra
se hace solida y deslumbra, su pensamiento pierde toda gravedad y, a
través de un estilo enraizadamente conversacional, logra colocar en lo
alto toda su poesía con la utilización de simples y bellas alegorías que
recuerdan la mejor tradición poética inglesa y que en este caso hacen
del poemario un verdadero diario intimo de la compleja vida junto a su
ex-esposa, Sylvia, pero esposa como todas las demás. Todo esto no solo
para de alguna forma librarse de las críticas que por años le llovieron,
ni de expresar su profunda culpa y su profundo amor por Sylvia —eso
solo es parte de la anécdota—, sino ante todo, lejos de apasionamientos,
la de expresar su magnitud poética.
Las ofrendas entonces se materializan en sueño, el sueño en poesía, la poesía en un poema: Llevabas
sólo dos meses de muerta,/ y estabas otra vez súbitamente ahí, a mi
alcance./ Tomé la Northern Line en Leicester Square,/ me senté y ahí
estabas. Y ahí/ comenzó el sueño que no era ningún sueño. Así se
muestra el Yo poético en el poema, incapaz de reconocer los límites
entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte. ¿Qué hace un
difunto en Leicester Square? El mundo creado por Ted Hughes es uno donde
habitan los miedos, el dolor, la culpa de algo sobre lo cual no se
tiene dominio, tanto que se unen al mundo real, en el que todo
habitamos. Estos espectros acompañan al poeta y no puede ignorarlos, más
ellos sí: Tu papel en el sueño era ignorarme.
Y así lo hace, no importa si es Sylvia Plath, la archiconocida poeta,
importa que es la mujer con quién en su momento todo lo compartía. Y el
poema entonces es un acto ritual donde cada palabra intenta resucitarla y
observar su rostro un poco más viejo, un poco más amarillento, para
limpiarle las afrentas.
Ted Hughes, muerto en octubre de 1998,
descansa su memoria en el rincón de los poetas de la Abadía londinense
de Westminster, junto a Tennyson, Wordsworth, T.S. Eliot o W.H. Auden, y
su último libro, como toda su vasta obra, lejana de nuestra lengua
castellana, quedará como una ofrenda, como un triste sucedáneo que la
muerte nos devuelve.
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